En las pinturas de Leonora Carrington hay figuras grotescas, aquelarres, animales antropomorfos, laberintos, licántropos, cadáveres, sombras, cielos estrellados, magnetismo. Tomemos, por ejemplo, The Temptation of St. Anthony, su obra más cara, subastada por la casa Sothebys en 2014 por 2.629.000 euros. La pintura se basa en un cuadro del mismo título de Hyeronimus Bosch, El Bosco, y muestra en primer término a una figura envuelta en ropajes blancos, con manos y pies diminutos, sin cabeza; en el regazo cóncavo de la figura tres ancianos de larga barba contenidos dentro de sí mismos como muñecas rusas observan el curso de un río que un hombre arrodillado vierte desde un ánfora romana. La escena se completa con un rebaño de ovejas, un cerdo tendido a los pies del santo, cinco mujeres que extienden el velo de una sexta mujer que toca una trompeta retorcida y una misteriosa figura vestida de rojo que remueve un caldero que burbujea.
En una época, los años treinta del siglo XX, en la que el surrealismo se convirtió en una corriente de vanguardia reconocible -relojes fundidos, hombres con cabeza de manzana, cosmologías delirantes- muchos se preguntaban de dónde sacaba Carrington unas imágenes tan perturbadoras. André Bretón tenía una teoría: consideraba a Carrington una embajadora de otro mundo, una bruja y una profetisa, alguien que había estado al otro lado y regresaba para desvelar paisajes secretos y criaturas terribles.
Leonora Carrington nació en Lancashire en 1917, un año antes de la firma del armisticio de la Primera Guerra Mundial. De su familia dijo, en una entrevista publicada en El País en 1993: “Mi padre, protestante, era un hombre de negocios, y mi madre, católica, era hija de un médico rural y pintaba cajas de galletas para el ropero de la iglesia. En ese ambiente me crié. Yo ya dibujaba caballos de niña, y me salí, pese a la oposición de mi casa, con la mía. Al final estudié arte”.
En 1937 conoció en Londres a Max Ernst, maestro alemán del surrealismo, por entonces uno de los pintores más cotizados del mundo. De aquel primer encuentro surgió un segundo, esta vez en París, definitivo. Ernst, de 47 años, y Carrington, de 20, se enamoraron y se instalaron juntos en una casa de campo en Saint Martin d’Ardeche que todavía conserva en la fachada un relieve en el que Ernst aparece representado como un Loplop – un animal mitológico recurrente en su obra – y Carrington como una novia del viento.
Todo terminó meses después cuando el régimen de Vichy detuvo a Ernst por su participación en el movimiento FreierKünstlerbund, un grupo de intelectuales antifascistas. Era el año 1939. Ernst fue internado en el campo de concentración de Les Milles y Carrington, sola y sobrepasada, viajó hasta España en coche a través de Andorra con la esperanza de conseguir un salvoconducto para su amante en Madrid. Para entonces sufría lo que ella calificó años después como síndrome de guerra: era una joven de 22 años consumida físicamente, agotada y al borde de la depresión. Las gestiones de Carrington no obtuvieron resultados y en 1940, mientras intentaba dejar España, su padre coordinó con el cónsul británico en Madrid su internamiento en un centro psiquiátrico de Santander.
Carrington fue sedada con luminal y trasladada en coche hasta el sanatorio que dirigía el doctor Luis Morales en las inmediaciones de El Sardinero. La artista contó sus experiencias en un libro catártico titulado Memorias de abajo: “No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me pusieron un cuerpo horrible; creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión”.
En aquella ciudad que no conocía Carrington recibió un tratamiento brutal durante medio año. Pasó por tres sesiones de terapia mediante cardiazol, un estimulante cardíaco que provocaba convulsiones similares a las de un ataque epiléptico. El método, desarrollado por el médico húngaro Ladislaus von Meduna en 1933, se utilizaba para tratar a pacientes esquizofrénicos.
La estancia de pesadilla en el sanatorio de Morales permaneció en la memoria de la artista como ese “otro lado” del que, según Bretón, Carrington había traído las imágenes que plasmó en sus pinturas. En Memorias de abajo habló de abusos sexuales, condiciones insalubres y drogas alucinógenas. Se ha argumentado que, debido al estado en que la artista se encontraba en el momento de su internamiento, no todas las afirmaciones del libro deben tomarse por ciertas. Hay afirmaciones que se contradicen y los biógrafos han encontrado siempre dificultades para trazar una línea clara entre la realidad y el surrealismo, entre verdad y símbolo.
En 1993, en una tribuna en El País, el doctor Morales justificaba el tratamiento de Carrington en su sanatorio. “En 1941 Leonora era una paciente de un fácil diagnóstico de psicosis de Kleist o marginal; mas esta enfermedad podía ser sintomática, como protesta de su arte surrealista”. Casi sesenta años después de tratarla el doctor seguía achacando la “enfermedad” de Carrington a “la ansiedad con la que defendía su surrealismo”. Y concluía: “Leonora sanó al adaptarse a la sociedad de entonces”.
La “sociedad de entonces” que juzgó enferma a Leonora Carrington, encontraba perturbadora la rebeldía de una mujer que no concordaba con los roles que se le habían reservado. En la Europa de 1940 una mujer independiente capaz de destacar en una disciplina, el arte, reservada a los hombres, era una anomalía que necesitaba ser reintegrada.
Escapó de la pesadilla durante un viaje a Lisboa, donde su padre pretendía embarcarla hacia una nueva clínica en Sudáfrica. En un descuido de su acompañante subió a un taxi y pidió que la llevaran a la embajada de México, donde la esperaba el poeta Renato Laduc. Se casaron por mediación de Picasso para que Carrington pudiera escapar de la tutela de su padre y aprovechar el pasaporte diplomático de Laduc, que trabajaba como secretario en la embajada.
En Lisboa volvió a encontrarse con Ernst, recién escapado de Les Milles y acompañado por la millonaria estadounidense Peggy Guggenheim, con la que se casaría poco después. Ernst y Guggenheim viajaban acompañados por sus exparejas y sus hijos y esperaban un barco hacia Estados Unidos. Para entonces la casa compartida en Saint Martin d’Ardeche quedaba demasiado lejos, en otra vida. Carrington y Laduc dejaron Lisboa para trasladarse a México y disolvieron el matrimonio una vez cumplido el objetivo de escapar de Europa.
André Bretón sostenía que México era “la patria natural del surrealismo”. Si Bretón estaba en lo cierto Carrington no pudo encontrar un lugar mejor para su exilio. En México se casó con el artista húngaro Chiki Weisz, con el que tuvo dos hijos y frecuentó la compañía de exiliados españoles y de artistas e intelectuales mexicanos. Su amistad con Remedios Varo, también pintora y también surrealista, le ayudó a encontrar nuevos caminos en su obra.
Salvo un breve periodo de tiempo en los años 60 durante el que se trasladó a Nueva York -el grupo de los surrealistas había vuelto a reunirse para descubrir que habían envejecido mientras el mundo, acabada la guerra, volvía a ser joven- Carrington vivió el resto de su vida en el país azteca, donde murió el 25 de mayo de 2011 a los 94 años.
Siempre aseguró que pintaba para ella misma porque no concebía que otros pudieran interesarse en sus obras y fue una de las pocas integrantes del surrealismo que escapó del influjo del psicoanálisis porque nunca quiso leer a Freud. En sus cuadros abundan los símbolos, la magia y el ocultismo. Sus pinturas -sus figuras misteriosas, sus rostros expresivos, su luz y su tenebrismo- contienen la clave de una vida intensa marcada por una estancia de pesadilla en un sanatorio de Santander. Fue la última surrealista. En cierta ocasión dijo: “Nunca tuve tiempo para ser la musa de nadie. Estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser una artista”.