Francisco Brines murió este jueves en el Hospital de Gandía, en el que estaba ingresado desde el pasado 13 de mayo y donde fue intervenido de una hernia, pocos días después de que los Reyes le entregaran el Premio Cervantes en su casa de Elca, según confirmaron a El País fuentes próximas a la Fundación que lleva su nombre.
Llevaba años sin moverse de su casa en el campo de Oliva, lugar fundamental en sus poemas. Desde allí, como desde sus versos, se ven a la vez el Mar Mediterráneo y el recio macizo del Montgó. Así, hedonista y austera, es la herencia literaria que deja este hombre de 89 años que desde muy joven reunió su poesía completa bajo el título de Ensayo de una despedida.
“El conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía”, escribió en la introducción a su antología más personal: Selección propia (1988).
Cuando en 2000 decidió vivir rodeado de naranjos bromeaba con los amigos diciendo que se había retirado allí para morir. “No tengo prisa”, matizaba al instante. Nunca la tuvo. Tampoco para vivir ni para escribir. Ni siquiera cuando hace una década dos infartos lo dejaron maltrecho y en el umbral de la decadencia -solo física- que este jueves terminó con su vida.
En 1995 publicó La última costa y dio por cerrada su obra. Luego vendría una serie de poemas destinados a un libro que ya será póstumo, irremediablemente. Fue adelantándolo en diversas antologías y hasta le puso título, Donde muere la muerte, pero se resistió a cerrarlo. Tenía la sensación, confesaba, de que si lo terminaba se moriría. Lo decía, como todo, con media sonrisa, sin patetismo alguno. Detrás de tanta dilación estaba, en el fondo, su carácter a la vez perezoso y perfeccionista. Prefería la vida que la literatura, conversar que dormir, contemplar la belleza del mundo que escribir sobre ella. Por eso sus versos tienen el tono crepuscular de alguien consciente de la fugacidad de lo bueno, lo bello y lo verdadero. Pocos autores tan vitalistas como Brines habrán escrito tanto sobre la muerte.
Amante de la pintura, futbolero y aficionado a los toros, su curiosidad inagotable y su sentido del humor le granjearon la admiración universal de un gremio, el de los poetas, muy dado a formar bandos y a cavar trincheras. Transparente sin perder la hondura, su poesía fue una rara avis carnal y metafísica en medio una posguerra marcada por la poesía social.
Publicado en 1960 tras ganar el Premio Adonais, su primer libro, Las brasas, lo había escrito un joven que se acercaba a la treintena, pero recogía, con su punto de premonición, la voz madura de alguien que, en una casa solitaria, empezaba a despedirse de todo.
Licenciado en Derecho -nunca ejercería- y estudiante de Historia y Filología, aquel libro le garantizó una plaza en el canon de la generación de los cincuenta junto a poetas como Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo o sus amigos José Ángel Valente y Claudio Rodríguez. Con estos dos últimos compartiría multitud de viajes camino de Oxford en los dos años que pasó como lector en esa universidad.
La experiencia inglesa quedaría reflejada en el libro Palabras a la oscuridad (1966), galardonado con el Premio de la Crítica y cuyo tono meditativo dejaba ya patente la impronta de uno de sus grandes referentes literarios, Luis Cernuda, objeto en 2006 de su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Su otro gran maestro fue Juan Ramón Jiménez, al que reivindicó en un tiempo, la dictadura de Francisco Franco, en que el simbolismo era considerado un lujo y el viento soplaba a favor de Antonio Machado.
Su maestro vital fue, sin embargo, otro poeta de la generación del 27: Vicente Aleixandre. En su casa de Velintonia coincidió con su gran amigo Carlos Bousoño, 9 años mayor que él, y con poetas jóvenes como Luis Antonio de Villena o Antonio Colinas, que siempre supieron apreciar una obra exigente que iba creciendo en libros como Aún no (1971) o Insistencias en Luzbel (1977).
“No tuve amor a las palabras; / si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca, / fue por necesidad de no perder la vida, / y envejecer con algo de memoria / y alguna claridad”, se lee en el poema que cierra este último libro. Su obra se teñía de soledad, la amistad iba llenando su vida.
Pagano educado en los jesuitas, cristiano pasado por el mundo grecolatino, estoico más que epicúreo, tardó casi una década en sacar otro libro. Fue Abelardo Linares el que publicó en su editorial, Renacimiento, el poemario que supuso, en efecto, el renacer de Brines como escritor: El otoño de las rosas (1986).
El Premio Nacional no hizo más que certificar la calidad de un título que incluye alguno de los más altos ejemplos de la poesía homoerótica en lengua castellana y la vuelta de un autor que con poco más de 50 años ejercía de maestro. La obra de paisanos suyos como Carlos Marzal o Vicente Gallego hubiera evolucionado de manera distinta sin su amistad e influencia.
Con todo, se demoró casi otros 10 años en publicar de nuevo. Por última vez. En 1995 dio a las prensas La última costa, que se cierra con un poema que relata el paso de la laguna Estigia en compañía de su madre. La muerte de ésta le llevó a cerrar primero la casa de Madrid, donde tenía como vecino a José Manuel Caballero Bonald, también recientemente fallecido, y luego, la de Valencia. Se instaló entonces a las afueras de su pueblo natal, rodeado de frutales. Todavía le dio tiempo a ver a su querido Valencia Club de Fútbol en la final de la Copa de Europa. Por dos veces (perdió las dos). También a entrar en la RAE, a ganar el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y, en noviembre pasado, el Cervantes.
“Puesto que nunca podrás dejar de ser el que eres, secreto y jubiloso, ama”. Francisco Brines puso esta frase como frontispicio a El otoño de las rosas. Secreto y jubiloso, escribió un puñado de poemas memorables e hizo mejores a todos cuantos, poetas y no poetas, le rodearon. Ha muerto un maestro de la poesía española.
Staff Sociales 3.0