Hoy se cumplen tres años desde la cirugía de trasplante renal que me devolvió la vida después de pasar una década acompañado de una enfermedad que petrificaba mis riñones. Desde entonces celebro esta fecha como el momento en que volví a nacer. Pero, hoy la celebro en medio de una situación muy similar a cuándo ocurrió, con escenarios que se repiten, pero en mayor escala.
Durante estos días de aislamiento me ha acompañado una extraña sensación de déjà vu, que me mantiene pensando en cómo es vivir en un constante estado de vulnerabilidad, incertidumbre, miedo y angustia.
Ante la ironía, y para no marchitarme en el encierro, decidí escribir un pequeño texto que reflexiona entorno a nuestra relación con la enfermedad.
Un trasplante significa la oportunidad de volver a vivir. Un trasplante también significa el compromiso -de por vida- de tomar medicamento para suprimir tu sistema inmune y así evitar un rechazo.
En muchos de los casos, un trasplante significa la posibilidad de curarte de una enfermedad terminal y al mismo tiempo significa estar más susceptible que nunca a todas las demás enfermedades. Bacterias y virus en la mayoría de los casos, suponen las típicas amenazas que en más de una ocasión me han llevado a contemplar, con suero en el brazo, el paso de las horas en la sala de urgencias.
Hoy, el estar trasplantado también significa pertenecer a los grupos de riesgo frente a la pandemia que está provocando que las personas se pregunten por su propia vida y por el motivo de la existencia misma, tal cómo yo me pregunté en los peores momentos de la etapa terminal.
Pero ¿Cómo hacer frente a una crisis sanitaria que se articula con una crisis económica?, ¿Cómo protegerse ante un aparato médico que no distingue enfermos sino enfermedades, y no ve nombres sino números y estadísticas? ¿Cómo sobrevivir si ni siquiera ese mismo aparato médico puede contener la crisis?, en otras palabras ¿Cómo hacer frente a un régimen glotaritario, como propone Sayak Valencia, y una biopolítica del shock despiadada, alimentada por el racismo y el clasismo, siendo un cuerpo de color, no binario e inmunodeprimido?.
Curiosamente mi historia con la enfermedad ha estado ligada no sólo a la inmunosupresión sino a lo autoinmune, una paradójica condición en la que tu propio sistema inmunitario ataca a las células sanas de tu cuerpo por error, condición en su mayoría crónica, degenerativa e incurable, de la que tampoco se conocen las causas. Una especie de crossover entre el motín fisiológico y el autosabotaje inexplicable.
La enfermedad que me llevó a la etapa terminal de la insuficiencia renal era una enfermedad autoinmune, cuyo tratamiento paradójicamente era a base de inmunosupresores. Así que 10 años antes ya tomaba algunos de los medicamentos que tomo hoy y que seguiré tomando, pero ahora ya no por la enfermedad, sino por la cura.
Después del trasplante tuve que permanecer siete días en completo aislamiento en una habitación de hospital, como parte del protocolo, con tal de evitar contagiarme. Posteriormente el aislamiento continuó, pero en mi casa, durante 3 meses, tiempo en el que sólo salía para los estudios de laboratorio y consultas, hasta que me dieron de alta. A partir de ahí, día con día ha sido un reto para re-aprender a vivir con mi nuevo riñón y la inmunosupresión. Pero hoy, por ejemplo, acudir al hospital por mis medicamentos es una misión suicida.
Así que como imaginaran, la incomodidad húmeda de los cubrebocas, la sensación táctil del jabón perdiendo forma con el lavado extenso y obsesivo de manos, el ´click´del gel antibacterial al abrirse y cerrarse, el ligero dolor de cabeza a causa del olor de cloro y alcohol, la confusión derivada de la ansiedad de estar pensando constantemente si lo que tocaste o comiste estaba limpio o sucio y el miedo social a que invadan tu espacio personal, tu comida o tu casa, no me es para nada ajeno. Pareciera que juego con ventaja en el único juego que nadie quiere jugar.
Pero la realidad es que a pesar de mi amplía experiencia involuntaria en lo que Paul Preciado llamaría farmacopornografía, corro el doble o triple de riesgo que el resto de los jugadores. Susan Sontang propuso que existe el reino de los sanos y el de los enfermos, y que eventualmente todos podemos pasar una estancia, más corta o quizá más larga, en «aquel otro lugar». Pero también propuso desmitificar que las enfermedades son metáforas de lo social, desafiando las creencias en las que ciertas enfermedades son propias únicamente de ciertos grupos minoritarios o personajes del imaginario social, como el SIDA lo fue de la comunidad LGBTTT+, la tuberculosis de los poetas o el cáncer de «quienes reprimen sus sentimientos. «La enfermedad se adjetiva, se proyecta sobre la enfermedad lo que uno piensa sobre el mal».
En mi búsqueda por encontrar otras formas de relacionarme con la enfermedad, he desarrollado múltiples proyectos de performance y biomedia.
Durante mi aislamiento en casa posterior a la cirugía, desarrollé 100 días una serie de obras fotográficas realizadas durante ese periodo de tiempo en ese momento crucial de recuperación, incluyendo la imagen del total de pastillas que debía tomar a manera de autorretrato, o Lazos de Sangre obra que muestra la unión de mi cicatriz junto con la de mi madre, quien fue mi donante.
Alguna vez cultivé 618 moscas, como equivalente a mi tiempo de vida al momento que se presentó el performance Lo que viven las moscas (25 años, 4 meses, 28 días y 20 horas) con la intensión de cuestionar el porque pensamos que una vida humana vale más que todas esas moscas juntas.
En otra ocasión, para el performance anticuerpo, cultivé los microorganismos presentes en muestras de orina, heces fecales, sangre, saliva y piel, con tal de encontrar las bacterias patógenas oportunistas presentes en mi propia microbiota, resultando en el hallazgo e identificación de ocho bacterias que podrían matarme si proliferaran en mi cuerpo, incluyendo la E.Colí, Estreptococus (conocida como la bacteria «comedora de carne») y Bacillus, de dónde se fábrica el ántrax.
Mi intención era el hacer visible estos potenciales asesinos microscópicos que habitan mi cuerpo, como en el de cualquier otra persona en el planeta, para repensar mi propia condición de inmunosupresión y el frágil equilibrio entre la vida y la muerte.
Actualmente desarrollo explante, un proyecto relacionado con biotecnología y donación de órganos, inspirado en la posibilidad de crear órganos y tejidos in vitro. Todos estos proyectos me han permitido profundizar y repensar la enfermedad a través de mi práctica artística, y hoy más que nunca me ayudan a entender el ritmo del mundo.
Porque hoy todo parece moverse al mismo ritmo, el ritmo lento de lo biológico y lo orgánico, y no a la velocidad de la maquinaria neoliberal capitalista. Mientras Žižek apuesta por la revolución del virus y el golpe mortal al capitalismo, Byung-Chul Han contradice sosteniendo que ninguna revolución va a ocurrir estando aislados en nuestras casas con sentimiento de colectividad apagándose. Mientras la curva de contagio y muertes sigue subiendo, pareciera anticiparse una competencia por comercializar con la vacuna (todavía en prueba) con la «llegada de empresarios ansiosos de capitalizar el sufrimiento global» como dijo Butler hace unos días.
Mientras al pasar del tiempo pierdes la capacidad de distinguir los días, las paradojas se multiplican al darte cuenta de que la mejor forma de actuar es la inacción, quietud taoísta frente a un virus que, aunque no está vivo, sí se está llevando la vida.
El acto de salir a las calles como acto de rebeldía y protesta se tiñe de otro tinte y cobra otra dimensión en tiempos de pandemia, con el miedo devorándote la piel a hueso limpio y con la misma incertidumbre de una brújula sin norte.
Quienes están adentro prefieren estar afuera, sin entender el privilegio que representa «estar confinados» a una cárcel imaginaria que realmente les protege como una nueva membrana, porque ahora la relación que sostenemos con nuestras casas y hogares es diferente, porque cada uno de sus espacios se convierten en los barrios de nuestro nuevo ecosistema, porque se convierten en el actante más importante de esta odisea inmóvil.
Quienes están afuera no pueden estar adentro. Prohibido atravesar nuestras murallas ideológicas y físicas, y los constantes actos de desinfección social, porque no hay refugio para Lidia que trabaja en esa esquina, ni para Ramón que junta latas todos los días, ni siquiera podemos alojar a nuestros cómplices, ni aliados, ni a las colegas ni amigos, ni siquiera a nuestras familias.
Y luego están ellas. En la casa o el hospital están ellas. Y están expuestas a virus todavía más letales. En la casa o el hospital están ellas, haciendo de cocineras o enfermeras, entre baños de alcohol, cloro o lejía, o aquellos golpes, quemaduras y fracturas, entre violencias intrafamiliares o infecciones nosocomiales. Confinadas con sus agresores.
Y ahora un mundo rojo, con sus zonas en naranjas y amarillos, y sus números que suben y sus fosas que se llenan. Y al mismo tiempo un México rojo, con sus zonas en naranjas y amarillos, y sus números que suben y sus fosas que se llenan. Y todavía sigue dando más miedo una bala que un virus. Invitados todos al extraño matrimonio de la narcoviolencia y la biovigilancia. Y sin ritual de despedida perdemos a quienes no supimos qué esa sería la última vez que le diéramos un abrazo, un beso. Y se nos deshoja el corazón por no volver a verle, ni siquiera con esos terribles algodones que nunca se quedan dentro, y salen de las fosas nasales para recordarnos que este es un cuerpo y no con quienes solíamos reír.
Y van más de 69 mil despedidas frustradas. Ni llorar queda, sólo un dolor en el aura queda. Ni cenizas quedan y hasta el sol tiene miedo.
El coronavirus y el COVID-19 han hecho visible lo endeble de un sistema plagado de injusticia social y de un clasismo xenofóbico y racista, que nos hace ver las «enfermedades» que venimos transpirando desde hace mucho.
Al final toda enfermedad resulta en una experiencia corporal compleja, que con suerte se convierte en un mal necesario a través del cual uno es capaz de recordar lo que realmente vale la pena y con ello repriorizar tu mundo y tu vida.
La figura retórica de la enfermedad no es la metáfora, sino la paradoja. La enfermedad te enseña a vivir mientras mueres.
Aveces la enfermedad es como una esfinge, un oscuro y críptico guardián que protege un conocimiento profundo y valioso, al que sólo se puede acceder al resolver un acertijo, una prueba. A tres años de mi último nacimiento me pregunto si esta pandemia será la gran esfinge de nuestros tiempos y, en todo caso que es lo que nos toca aprender de ella, si es que apenas lograremos vencerla.